Alejandro Flores

27.9.08

Café con leche

Pocas veces recordaba el momento y el día en que la conocí. Fue en un Vips. Yo estaba tomando un café con leche mientras intentaba pensar en alguna imagen, abstraer algún cuadro en mi mente y plasmarlo en papel, no sabía si como dibujo o como una serie de palabras. Ella salía del baño, parecía triste. Me dio esa impresión por la forma en que recogió su cabello al pasar frente a un espejo y continuar su camino con la mirada en el piso.

Tomó asiento. La señorita le sirvió un café capuchino. Pensé en qué hacer mientras resolvía el laberinto de un mantel para niños; lo resolví una y otra vez. Ella seguía allí, dueña de su porción cúbica rentada a este inmueble. Yo por mi parte, no dejé de atender ni un solo gesto, una sola mueca o indicación a la mesera que la atendía. Sólo estaba seguro de que la quería ver, quería detenerme en ella lo suficiente para no olvidar su rostro, para pegarla a mi memoria como si la conociera de años.

Esta era mi rutina de casi todos los días. Entrar en algún café cuando me atrapara la noche o la lluvia, en caso de que deseara huir de ella porque en ciertas ocasiones verdaderamente me encantaba dejarme mojar por el agua que caía del cielo, y no es que para mí sea una especie de purificación; al contrario, estoy consciente que es uno de los peores baños que puedan tomarse. Esta ciudad es de las más puercas del mundo, nada se salva, ninguno de sus habitantes y el cielo menos. El cielo en esta ciudad es lodo que se nutre del aire para hacerse un disfraz.

No obstante, esa fue una noche en la que solamente me atrapó el "destino", si es que tal cosa existe o sirve de algo pensar que existe, o tal vez sencillamente me dejé atrapar por él. Nada más, ni siquiera se trató de tener antojo de un café o por hambre. No había llovido ni acechaba lluvia. Simplemente “tuve” que entrar, “tenía” que entrar justo a este Vips, justo a esta hora, y sentarme en este lugar para poder verla de frente y reparar en su belleza, decidir seguirla hasta su casa, conocerla y hablarle en los siguientes días, y finalmente meterme al cabo de un par de semanas hasta lo más hondo del olor de sus sábanas como un huésped incómodo o un mosquito de media noche que sin duda te fastidia pero al mismo tiempo te hace sentir con vida.

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