Alejandro Flores

1.10.08

1968. Perdón, jamás olvido


Juventud y potencia


A 40 años de la matanza de Tlatelolco, las consignas de aquel movimiento estudiantil permanecen como germen de la acción y como memoria: ¡2 de octubre no se olvida! ¡Ni perdón ni olvido! Hemos escuchado año tras año los jóvenes que en aquel entonces ni siquiera estábamos en planes de nacer.


Y esta última frase es la que se quiere retomar para indagar en la reflexión. Si bien el perdón es una categoría moral y por tanto individual, podría parecer más indicado decir: Perdón pero jamás olvido, pues éste último no es sólo apto para quien presencia, sino también para quien hereda una historia, un lenguaje, una cultura, hasta una responsabilidad.


El que escribe no es un avezado en la reflexión filosófica, ni en el conocimiento completo y complejo del funcionamiento del mundo o de la historia. Mucho menos alguien que sepa realmente lo que ocurrió hace cuatro décadas de aquel amanecer sangriento en Tlatelolco.


Pero sí un joven, valga la precisión en estos renglones, que como muchos otros se rehúsa a olvidar y a abandonar el cuestionamiento de las “verdades” oficialmente construidas y aceptadas, alguien que por ser joven todavía se siente tocado, alertado y cacheteado por la valentía y la unidad de aquellos que soñaron con una realidad más justa.


Los sesentas fueron años de renovación y cambio, de apertura sin precedentes, de la más prolífica concatenación de utopías y deseos de liberación; hasta la Iglesia católica alentaba el derecho legítimo de los pueblos a defender su autonomía.


Años también en que México tenía (ya) un gobierno (no sólo un presidente, más bien un sistema) que sólo miraba hacia adentro y fingía, cuando se gestaba en el mundo los cimientos de lo que en nuestros días conocemos como globalización.


México simulaba ser un país moderno, pacifico, informado, plural. El sistema ya se había instalado con todos sus tentáculos para impedir que la sociedad comandada por su potencia, los jóvenes, se le saliera del guacal. La respuesta: ficción y represión.


Una respuesta que podría extenderse a toda Latinoamérica. Quizá hubo un aviso: el padre de la nueva utopía latinoamericana, Ernesto Guevara de la Serna, había sido asesinado en Bolivia justo un año antes, 1967. Las cosas hasta ahí, como diría el pavo, habían ido bien.


Fueron años en que si bien se suele exaltar que rolaba la yerba, una juventud y una generación, ojalá no la última, se desprendía, o buscaba hacerlo, de sus amarras premodernas y proclamaba la muerte de los convencionalismos, la necesidad de expresarse libremente, el rechazo a la mentira, y la instauración de una justicia real y extensiva.


Esa juventud, en México, fue de la noche a la mañana obligada a envejecer, y su gobierno sin conciencia de ello condenó al país a vivir en el espasmo, el error y la falta de ilusiones e imaginación. México cometió el peor crimen en su historia y lo hizo contra sí mismo, anulando su propio futuro.


Porque si bien he dicho que los jóvenes son la potencia no me refiero sólo a la fuerza, sino a la posibilidad de ser, a los ideales aún no nublados por las exigencias de la vida adulta en el mundo moderno. Y los jóvenes de aquella época eran lo más cercano a una sociedad democrática, justa, solidaria e inteligente, eran la posibilidad de ser para un país, el nuestro.


2 de octubre de 1968 es una fecha que no se debe olvidar pero que se puede atentar contra lo que significa si se la deja estática como un simple recuerdo o una fotografía.


Esa fecha debe mantenerse viva y lo hará mientras su símbolo siga comunicando: el tiempo en que la juventud era un proceso intensivo, en que la juventud aún creía y era capaz de aventurarse al camino pero con los ojos bien abiertos, una imagen que debe mover a la pregunta para pasar a la propuesta masticada desde las entrañas, sobre todo de los más jóvenes.


Por eso, podemos decir que México agoniza desde aquel día. El tiro de gracia se llama olvido, el antídoto, juventud.

0 comentarios: