A 40 años de la matanza de Tlatelolco, las consignas de aquel movimiento estudiantil permanecen como germen de la acción y como memoria: ¡2 de octubre no se olvida! ¡Ni perdón ni olvido! Hemos escuchado año tras año los jóvenes que en aquel entonces ni siquiera estábamos en planes de nacer.
Los sesentas fueron años de renovación y cambio, de apertura sin precedentes, de la más prolífica concatenación de utopías y deseos de liberación; hasta la Iglesia católica alentaba el derecho legítimo de los pueblos a defender su autonomía.
México simulaba ser un país moderno, pacifico, informado, plural. El sistema ya se había instalado con todos sus tentáculos para impedir que la sociedad comandada por su potencia, los jóvenes, se le saliera del guacal. La respuesta: ficción y represión.
Una respuesta que podría extenderse a toda Latinoamérica. Quizá hubo un aviso: el padre de la nueva utopía latinoamericana, Ernesto Guevara de la Serna, había sido asesinado en Bolivia justo un año antes, 1967. Las cosas hasta ahí, como diría el pavo, habían ido bien.
Fueron años en que si bien se suele exaltar que rolaba la yerba, una juventud y una generación, ojalá no la última, se desprendía, o buscaba hacerlo, de sus amarras premodernas y proclamaba la muerte de los convencionalismos, la necesidad de expresarse libremente, el rechazo a la mentira, y la instauración de una justicia real y extensiva.
Esa juventud, en México, fue de la noche a la mañana obligada a envejecer, y su gobierno sin conciencia de ello condenó al país a vivir en el espasmo, el error y la falta de ilusiones e imaginación. México cometió el peor crimen en su historia y lo hizo contra sí mismo, anulando su propio futuro.
Porque si bien he dicho que los jóvenes son la potencia no me refiero sólo a la fuerza, sino a la posibilidad de ser, a los ideales aún no nublados por las exigencias de la vida adulta en el mundo moderno. Y los jóvenes de aquella época eran lo más cercano a una sociedad democrática, justa, solidaria e inteligente, eran la posibilidad de ser para un país, el nuestro.
2 de octubre de 1968 es una fecha que no se debe olvidar pero que se puede atentar contra lo que significa si se la deja estática como un simple recuerdo o una fotografía.
Esa fecha debe mantenerse viva y lo hará mientras su símbolo siga comunicando: el tiempo en que la juventud era un proceso intensivo, en que la juventud aún creía y era capaz de aventurarse al camino pero con los ojos bien abiertos, una imagen que debe mover a la pregunta para pasar a la propuesta masticada desde las entrañas, sobre todo de los más jóvenes.
Por eso, podemos decir que México agoniza desde aquel día. El tiro de gracia se llama olvido, el antídoto, juventud.
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