Alejandro Flores

14.7.08

Océanos

Sólo de esta forma logro acercarme a ti. Escribo con los ojos cerrados como si tuviera mi frente sobre la tuya. Escucha ese pequeño silbo que nos une. Querido mío. Tú que vienes del planeta inventado por los marinos. Lleva estas flores al ombligo del sueño. Dile que espere mientras acaba de leer aquél libro que le regalé hace novecientos instantes. Borra esto. Estoy respirando mientras siento cómo vibras. Empiezo a escribir una carta. Escribir para alcanzar la hilera de recuerdos, el mínimo de tu voz que canta. Tú que cierras los ojos. Que meces tu frágil y tibio cuerpo cuando te acuestas sobre la cama. Que cubres tu rostro con la sábana. Que enseñas la espalda desnuda mientras en la pared agrietada pasan figuras proyectadas de antaño y te hacen cosquillas. Dos muchachos que bailan con una joven de sombrero. En esa época en que todos eran hechos a blanco y negro. Una suave y silenciosa canción en inglés detenida en una lacia japonesa que da saltitos. Un poema que cubre toda la pared de tu cabeza hasta los sueños de los anacoretas disfrazados de poesía. Y lees en voz alta tu diario escrito por un señor que fuma y que fue tan joven como tú y que regresa cada noche a platicar contigo, mientras le cuentas que es verdad que la gente se conoce en los lugares más inverosímiles. Y que no es eso lo que lo vuelve tan auténtico, como el recuento a instante de aquel día. Y él con sus ojos ratoniles te mira sentado. Fuma y ríe cuando le aseguras que no hay misterio en el poema aquél de Cesárea Tinajero. ¿Por qué habría de significar algo que ya se ha dicho? O mejor aún algo que no tiene respuesta? Más que la mera atención en aquello de lo que se quiere concluir algo. El ríe y te cuenta de los solitarios que cantan en los autobuses olvidados. Subes con él a la azotea y se lanzan al camellón de palmeras gastadas. Te habla de C. que no Tinajero. Te lleva al café que tú conocías hace años. Cuando caminabas por Bucareli con una muchacha que te hablaba de poemas y películas sentimentales. Y te platicaba de C. que escribe a lobos y lame heridas sin vestirse de sombras como Pizarnik o Plath, mujeres de dolores verticales que se clavan los huesos en los pulmones. Y se enlaman con hojas secas. Y sueñan protegidas en su descanso provocado a fin de verse verticales eternamente. Vuelves el camino con él. Vuelves a la habitación que no ha sido la de siempre. Y el hombre se escapa por el resquicio. Es tarde. La mujer que escribe, recuerda. Ella mira ahora que duermes en el desierto y amaneces en el bosque de sándalo. Ahora que terminas tu novela. Donde al fin dices qué hay detrás de la ventana. Ahora que sabes que nadie revolucionará la poesía. Has encontrado la manera de dormir con los ojos abiertos. Y el hombre regresa y te habla de estrellas distantes. Te dice que C. ha muerto. Que aún no la encuentra por ningún vagón submarino. Que iniciará una búsqueda. Y tú serás su guía. La ciudad ha cambiado tanto. Ahora cae nieve los domingos. Y las jacarandas duran todo el año. Las calles se llenan de rubias y curanderos y se pasean aún por la alameda, después de comprar un café latte de Mr. SB. Ahora pueden tomar un caballo y pasear por la colonia Roma. Entrar al edificio de las brujas y recordar aquél día del desfile del amor. Donde cada uno se disfrazó de su propio mito. Él pregunta por el tuyo. Y tus ojos se cierran. Te hallas en la habitación. Miras tu vientre pálido, suave y recuerdas las manos de Ella. Estrella distante. Y como en la novela. Viajas al interior de una nube. Y miras tu cuerpo. El mismo que baila cuando germina el alba. Cuando se oscurecen tus ojos y recuerdas a aquella mujer que escribe y te piensa en silencio. Mientras el sueño persiste. Mientras te abras en flor y regreses al océano que llenas de gozo con tu existencia. Así ha sido, así es. Así es.

Ella

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